Santiago Calatrava. Ciudad de las Artes y las Ciencias, Valencia
Un buen día Florentino Pérez, presidente del Real Madrid, descubrió que la grandeza de su equipo debía ir más allá de las canchas, que lo importante era convertirse en el club número uno del mundo en cualquier ámbito, que eso a la larga sería un muy buen negocio, y que la mejor estrategia para llegar a ese objetivo era mediante la contratación de los mejores jugadores del planeta sin importar su valor, que mientras más caros mejor, ya que así resultan mucho más atractivos para los nuevos millones de seguidores que pensaba atraer en todo el mundo. El resto del planeta futbolístico rápidamente tomó nota de lo que estaban buscando en Madrid: jugadores que aparte de calidad poseyeran un cierto caché, carisma, buen look… en el fondo, que fueran capaces de vender miles de boletos y camisetas en todo el mundo con su sola presencia, no importando mucho el puesto donde jugaran o las reales necesidades del equipo, porque después de todo al parecer las grandes figuras se acomodan solas, y bien vale la pena pagar por ellas el precio que se pida, premisa que llenó de regocijo a agentes y clubes que vendieron en cien lo que antes no valía más de cincuenta. Los resultados están a la vista: a pesar de la multimillonaria inversión el buen fútbol ha sido un producto más bien escaso en la última década en el Bernabeu, y este año el equipo ya fue eliminado de la Copa del Rey por el modesto Alcorcón, eliminado de la Champions League en octavos de final por sexto año consecutivo, y recientemente derrotado en su casa por el Barcelona, otro equipo multimillonario que sin embargo ha optado por una estrategia distinta, poniendo sus euros en la formación de jugadores en la cantera y en el fichaje de figuras cuidadosamente elegidas y que se amoldan a un estilo de juego muy definido, política que se ha traducido en innumerables trofeos y en un nivel futbolístico que muy a menudo roza la categoría de arte.
Un buen día Florentino Pérez, presidente del Real Madrid, descubrió que la grandeza de su equipo debía ir más allá de las canchas, que lo importante era convertirse en el club número uno del mundo en cualquier ámbito, que eso a la larga sería un muy buen negocio, y que la mejor estrategia para llegar a ese objetivo era mediante la contratación de los mejores jugadores del planeta sin importar su valor, que mientras más caros mejor, ya que así resultan mucho más atractivos para los nuevos millones de seguidores que pensaba atraer en todo el mundo. El resto del planeta futbolístico rápidamente tomó nota de lo que estaban buscando en Madrid: jugadores que aparte de calidad poseyeran un cierto caché, carisma, buen look… en el fondo, que fueran capaces de vender miles de boletos y camisetas en todo el mundo con su sola presencia, no importando mucho el puesto donde jugaran o las reales necesidades del equipo, porque después de todo al parecer las grandes figuras se acomodan solas, y bien vale la pena pagar por ellas el precio que se pida, premisa que llenó de regocijo a agentes y clubes que vendieron en cien lo que antes no valía más de cincuenta. Los resultados están a la vista: a pesar de la multimillonaria inversión el buen fútbol ha sido un producto más bien escaso en la última década en el Bernabeu, y este año el equipo ya fue eliminado de la Copa del Rey por el modesto Alcorcón, eliminado de la Champions League en octavos de final por sexto año consecutivo, y recientemente derrotado en su casa por el Barcelona, otro equipo multimillonario que sin embargo ha optado por una estrategia distinta, poniendo sus euros en la formación de jugadores en la cantera y en el fichaje de figuras cuidadosamente elegidas y que se amoldan a un estilo de juego muy definido, política que se ha traducido en innumerables trofeos y en un nivel futbolístico que muy a menudo roza la categoría de arte.
Me acuerdo del Real Madrid después de leer Arquitectura Milagrosa (Anagrama, 2010), lúcida crónica de Llàtzer Moix, columnista y crítico de arquitectura del diario La Vanguardia de Barcelona, quien hace un descarnado seguimiento al frenético esfuerzo seguido por una serie de ciudades españolas por reinventarse a través de la construcción en su territorio de una o más obras firmadas por alguno de los arquitectos del star system internacional. El ejemplo lo daría Bilbao, ciudad hasta hace poco eminentemente industrial y que literalmente se instaló en el mapa mundial a partir de una serie de iniciativas que tuvieron como piedra angular la construcción del museo Guggenheim a cargo de Frank Gehry, definida en su momento como la primera obra del siglo veintiuno, una estructura sólo posible gracias al avance en el diseño y cálculo asistidos por computador, y a la incorporación de materiales y técnicas constructivas impensables hasta hace un par de décadas. Tal como señala Moix, el Guggenheim supuso la alineación en el tiempo y espacio de tres astros que supieron potenciarse mutuamente cuando más se necesitaban: un arquitecto de fama internacional pero que se estaba haciendo viejo sin haber producido una gran obra maestra, una fundación de gran prestigio pero que pasaba por una delicada situación financiera, y una ciudad que era testigo de su estancamiento en comparación a otras como Madrid, Barcelona y Sevilla, que emprendían grandes esfuerzos urbanos para atraer eventos de carácter mundial, y que se posicionaban como lugares tremendamente atractivos para invertir o visitar.
Ya decía alguien que las ciudades innovan poco y copian mucho, y al parecer ése es el caso español, donde una serie de alcaldes y políticos vieron en el ejemplo de Bilbao el camino a seguir para posicionar sus respectivas urbes a nivel internacional. La fórmula mágica de programa cultural + arquitecto famoso + presupuesto generoso = ciudad reinventada invadió la península ibérica, que como nunca antes en su historia se llenó de edificios cuya misión no era tanto la de albergar un programa definido (de hecho, lo que más me llama la atención del libro es la vaguedad y ligereza con que se han definido gran parte de los encargos), sino la de constituir un ícono que con su sola presencia fuera capaz de atraer turistas, recursos y negocios, tal como sucedió con la mole de titanio de Gehry.
Es que no estaban preparados para mí
Santiago Calatrava. Turning Torso, Malmö, Suecia
El capítulo dedicado a Valencia y su especial relación con Santiago Calatrava, una fina pieza que mezcla en partes iguales acuciosidad periodística y humor negro, cuenta la historia de la cooperativa de viviendas HSB, una suerte de Infonavit en versión sueca, cuyo presidente un día tuvo la brillante idea de contratar al famoso arquitecto de Benimàmet para la construcción de la torre más alta del país escandinavo, el Turning Torso, una elegante estructura helicoidal de 54 pisos inspirada en una escultura del mismo Calatrava. La torre, destinada a vivienda de precios accesibles para los trabajadores que tenían sus ahorros en la cooperativa, tenía como fin complementario – era que no – el convertirse en un símbolo de la ciudad de Malmö, la punta de lanza de un proceso de renovación urbana que la pondría en los ojos atentos de inversionistas y viajeros. Los que conocen bien la obra de Calatrava y su manera de trabajar no se sorprendieron demasiado con el resultado: un déficit presupuestal de dimensiones bíblicas, obras que demoraron mucho más de lo originalmente considerado, y unos departamentos cuyo precio estuvo muy lejos del que el bolsillo de los trabajadores de la cooperativa podía financiar. Cuando se le consultó a la estrella por el edificio, su sencilla respuesta fue “Suecia no es un país para visionarios”. Ni se despeinó para decir que en el fondo la culpa era de los suecos, que finalmente no se merecían el trabajo de un arriesgado artista a quien no se podía juzgar por el costo de sus obras, tal como ocurre con el resto de los mortales que abrazaron la misma profesión. Johnny Örbäck, el presidente de HSB, fue sentenciado en 2007 a 18 meses de prisión acusado de fraude y de causar pérdidas por 38 millones de coronas a la cooperativa de trabajadores. En ese entonces era un cadáver ambulante que cada vez que escuchaba el nombre de Calatrava sufría de convulsiones en todo el cuerpo.
Interesante gremio el de los arquitectos, personas más bien acostumbradas al opaco anonimato, a la incomprensión profesional, al ninguneo público, y a andar con más aire que dinero en los bolsillos, y que en un par de décadas vio aparecer en su seno un muy particular jet set, compuesto por habitués de las páginas sociales, tipos que viajan en aviones privados, que se codean con lo más selecto de la clase económica y política, y que gracias a esto han podido forrarse en dinero de clientes de billetera licenciosa y trato permisivo (nada más fácil que ser generoso con recursos públicos, fuente de financiamiento de gran parte de los proyectos de firma lustrosa construidos en la España contemporánea). Eso sí, el club de las superestrellas tiene requisitos de admisión extremadamente estrictos, que la exclusividad garantiza cobrar más y tener una libertad de acción prácticamente ilimitada: casi todos sus miembros ganaron el Pritzker (el dichoso premio da pie para multiplicar los honorarios por dos), tienen una habilidad innata para las relaciones públicas y los negocios, gustan de la espectacularidad formal y el alarde tecnológico y estructural, se sientan olímpicamente en los programas y presupuestos, y actúan con un desparpajo formal y profesional pocas veces visto en la historia de la arquitectura. Uno de los aspectos más interesantes del libro de Moix es que refleja cómo estas estrellas (Gehry, Nouvel, Hadid, Eisenman, Rogers, Calatrava, Ito, Herzog & de Meuron, entre otros) en el fondo sienten un profundo desprecio hacia sus clientes, a quienes soban el lomo sin disimulo para conseguir un contrato, para después tratarlos con el desprecio con que se trata a un tonto con plata. Este nuevo star system no sabe de mayores compromisos ideológicos, y así se amolda perfectamente a políticos de izquierda y derecha que no saben mucho lo que quieren pero lo quieren ya, y que con tal de tener su nombre en una plaquita metálica en la entrada de un edificio vistoso consienten y hasta se dejan humillar por un puñado de arquitectos que decidieron enterrar hace un buen rato la máxima modernista de que la forma sigue la función para dar paso a una filosofía en que la forma sólo sigue sus propios dictados, que después se verá qué se hace con ella. El último clavo que faltaba en el cajón del modernismo fue martillado por grupo de profesionales a quienes aquello del ascetismo del menos es más les hace poca gracia, y que prefieren mil veces dar rienda suelta a una arquitectura que es un espectáculo en sí misma, y en la que el programa no es más que una excusa para levantar estructuras que obedecen más que nada a la mano libre de todo tipo de complejos de sus autores y a la capacidad económica al parecer sin límites de sus mandantes. Si hasta tipos antaño rigurosos en sus formas, como Norman Foster, también han sucumbido a la moda y han teñido sus últimas obras de un aire tan espectacular como superfluo que antes no se veía.
Es cierto, hay que reconocer que muchos de los edificios reseñados por Moix construyen espacios tremendamente atractivos, y que gran parte de la historia de la arquitectura ha sido escrita precisamente por clientes que encargaron obras cuya utilidad en su momento fue seriamente cuestionada y por arquitectos que echaron a volar las formas más allá de su mera función, pero también hay que decir que como nunca antes el despliegue de recursos arquitectónicos, tecnológicos y económicos se había hecho de una manera tan superficial. Y es que fuck the context (que se joda el entorno), la declaración de principios alguna vez enarbolada por Rem Koolhaas, fue tomada al pie de la letra por no pocos de los arquitectos estrella, para quienes lo importante es el lucimiento del nuevo objeto construido, no importando mucho el diálogo que pueda establecer con el contexto construido y natural que le rodea. Gran parte de las obras de estos arquitectos peca precisamente de una inmensa vanidad y soberbia, que las hace competir en vez de cooperar con las edificaciones que se encuentran a su alrededor, una actitud que ha invadido incluso a aquellas ciudades como Barcelona que durante siglos hicieron gala de una idea de conjunto en que el todo era mucho más que la suma de las partes.
Zaha Hadid. Pabellón puente de la Expo Zaragoza 2008
Que no se note pobreza
Hay que ser claros, que aquí la culpa no es del chancho sino de quien le da de comer, y para que surgiera esta casta de elegidos era necesaria la existencia de clientes que les dieran manga ancha y carta blanca para todos sus caprichos, desplantes y excesos. Lo que más llama la atención es la cantidad de veces en que los encargos se hicieron sin tener la menor claridad sobre el programa que albergarían los edificios; es más, muchas veces este programa es idea de los propios arquitectos, que han demostrado una imaginación desbordante a la hora de proponer (y cobrar) espacios que jamás estuvieron en la mente de sus inocentes mandantes. ¿Habrá suficientes tenores y sopranos para abastecer todas las nuevas óperas de España? ¿Hay público y recursos para mantener tanto museo, centro cultural, acuario y recinto ferial construidos en los últimos años? Al parecer no, y ya se está viendo que algunos de estos recintos no han tenido el éxito esperado, no atraen la gente ni las inversiones que se supone debían atraer, y a la fecha experimentan serias dificultades para vivir el día a día, consumiendo recursos que nunca fueron considerados por quienes pensaron y aprobaron proyectos que desde hace un buen rato están costando un segundo ojo de la cara.
¿Por qué Bilbao sí fue un éxito entonces? Quizás porque fue la primera ciudad en construir un edificio que en aquel entonces era único en su tipo en el mundo, y por lo tanto todos los que le seguirían no serían más que copias incapaces de opacar el original. Puede ser exclusivamente un asunto de oportunidad, pero me atrevo a decir que la verdadera razón radica en que la construcción del Guggenheim no fue un hecho aislado, sino que se enmarcó dentro de un plan perfectamente estructurado de renovación urbana, en el cual el museo iba a ocupar el rol protagónico, pero no único, del cambio que experimentaría la ciudad. En otras palabras, fue la cereza que estaba en lo más alto de un pastel bastante grande y bien armado; las otras ciudades vieron la cereza, pero no el pastel, se dejaron deslumbrar por el resplandor del titanio y no se percataron de que éste fue posible gracias a un trabajo de planificación, a un programa cuidadosamente estudiado, y a la existencia de una institucionalidad que permitió allegar recursos y facilitar la concreción de obras que de otra manera hubiera sido muy difícil de realizar. Pocas ciudades innovan, pero muchas copian. Si al menos copiaran bien las cosas serían harto distintas.
Palabras al cierre
Este artículo lo comencé poco después que el Real Madrid perdiera con el Barcelona. Hace un par de días derrotó a Valencia en casa con instantes de bastante buen fútbol, poniéndose a un punto de sus rivales catalanes y tapándome de paso la boca. ¿Cambia esto mi apreciación futbolística expresada en las primeras líneas? En absoluto. El nivel de juego de los merengues en los últimos años (no todo es culpa de mi compatriota Pellegrini) no se condice en absoluto con la fortuna invertida. Hasta San Luis de Quillota hace buenos partidos de vez en cuando.
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