surrealpinguin  (Flickr)
GUAYAQUIL (ECUADOR).-             Guayaquil es una ciudad frugal. Un  destino donde los viajeros que se contentan con poco, pueden encontrar  bastante. En algunos casos, mucho más de lo que buscan. Uno diría,  incluso, que la frugalidad de Guayaquil es parte de la idiosincrasia de sus  nativos. El reflejo de cierto gusto por lo simple. 
Amigall  (Flickr)
Los mercados aquí son una especia de medina  tropical.
Claro que descubrir esa sencillez lleva tiempo. Probablemente más de  una visita. Quizá un viaje de ida y vuelta, como el que han emprendido  los cientos de miles de guayaquileños emigrados a España en los últimos  años. O una estancia "con retorno", como la de este corresponsal, que  vivió en Guayaquil y que solo después de unos años ha aprendido a  extrañarla.
Lleva tiempo acostumbrarse a su disfrute moroso. Luego, cuando por  fin se consigue, al visitante —o al retornado— empiezan a sobrarle los  extras. Los aditivos. Solo entonces Guayaquil revela su carácter. El  de un lugar distinto y ajeno al adjetivo cliché que se gastan los  redactores perezosos de folletos turísticos. El de un lugar  desacostumbrado.
No hay enamoramiento súbito con la ciudad junto al río Guayas. Recién  llega, el viajero suele caminarla sin tropezar con nada que le  deslumbre. Todo lo que ve y respira es una urbe demorada aunque  en trajín continuo. Una ciudad desaliñada y de clima húmedo. Un aire  pegajoso y 'dulciamargo'.
Muy poco es lo que llama la atención. Si acaso, la infinidad de  pequeños comercios que hacen de la villa fundada por el explorador  Francisco de Orellana una especie de zoco que huele a banano  frito. Una medina tropical. Si acaso, la superpoblación ruidosa  de taxis amarillos y buses. Miríadas de taxis y de 'busetas' que jamás  pasarían una ITV y que hacen sonar incontinentes sus bocinas.
Por más que el viajero camina y camina, pocas cosas, al margen de su  tamaño, le hablan de la importancia y pujanza de una metrópoli que  supera holgadamente los dos millones de habitantes. De una ciudad que es  puerto principal desde donde Ecuador exporta bienes a medio planeta.  Plátano, petróleo, cacao, flores, camarón...
Lo avisaban las guías cuando, hasta hace muy poco, hasta que el  Municipio emprendiera una ambiciosa y postergada renovación urbanística,  desalentaban su visita a cualquiera que no precisara tomar un vuelo  hacia Galápagos. Lo cantaba Manu Chao, el de los Mano Negra,  cuando decía que en Guayaquil "no pasa nada...".
La luz desvaída de una calidad que se dibuja  cerca de la línea ecuatorial.
Guayaquil no es Quito. Carece de la "densidad histórica" o del  encanto colonial de la capital del país. Tampoco es Bogotá, y por eso no  puede competir con la "movida" de su vecina colombiana. Con sus  teatros, sus galerías, sus cines, sus restoranes...
No es la monumental y peruana Cuzco. No es, a pesar de que tenga algo  de "caribeña", Cartagena de Indias. No es, aunque a sus locales les  digan porteños, Buenos Aires. Guayaquil no cuenta, al menos a primera  vista, con el tirón de otras grandes capitales suramericanas.
Guayaquil es Guayaquil. Y el visitante la disfrutará si deja  de dar palos de ciego buscando lo excepcional y se rinde a una ciudad  discreta y sobria. A una ciudad que se hace valer a fuerza de  ofrecer poco. Lo suficiente.
Al que esto firma le bastan los paseos por el Malecón Simón  Bolívar y la vista fugaz, siempre cambiante, del cauce color chocolate  del Guayas. Su luz desvaída e inasible, de una calidad como  solo puede dibujarse cerca de la línea ecuatorial.
Le vale con la estampa de sus gentes desocupadas y con la molicie  contagiosa que te reconecta con afanes para los que cada vez hay menos  tiempo y más apuro. Con la charla. Con la indulgencia de perder  una mañana parado en una esquina.
Les bastan los aguaceros bíblicos tras un día de calor. Un atardecer  de brisa. La toponimia evocadora de su callejero, como sacado de una  crónica de Indias. Boyacá, Rumiñahui, Tungurahua, Rumichaca,  Huancavilca...
Le vale con su vegetación caprichosa de ceibos y orquídeas.  Con las iguanas asoleándose en el parque Seminario.
A uno le gusta pensar en Guayaquil como si hubiese sido cocinada  según la receta de uno de los más sabrosos platos de la gastronomía  costeña. El ceviche.
Un pescado fresco cocinado levemente y "curtido" luego en un limón de  una variedad verde y redonda como una pelota de golf que alguien, en un  hallazgo poético, llamó limón 'sutil'. Un pescado de carne blanca como  una sopa con unos aros de cebolla y unas briznas de cilantro... Para qué  más.
 
No hay comentarios:
Publicar un comentario